La Esfinge (2024)

Ordenar cajones puede deparar gratísimas sorpresas. Tengo en mi mano una pequeña piedra caliza que me retrotrae a uno de los más emotivos momentos de mi vida: la llegada a Egipto y la visión de las tres Pirámides de Giza y de la monumental Esfinge. Con su cabeza de faraón y su cuerpo de león, yo sentía que la Esfinge me miraba fijo, con sus ojos perpetuos y su nariz mutilada – según cuentan algunos– por un cañonazo del ejército de Napoleón, allá por el año 1798.

De allí, de Giza, recogí la piedra, de esa vastedad dorada de arena y de ese estremecedor silencio que desafiaba, imperturbable, el incesante murmullo de los turistas. De allí, de ese suelo mágico, la tomé entre mis manos antes de entrar en la Gran Pirámide, la de Keops, y antes de recorrer el interior sagrado de ese monumento a la muerte y a la vida, apuntando al cielo, al sol y al haz de luz de Orión, en las profundas noches del desierto.

Desde mi pequeña piedra olvidada en un cajón renace hoy, en esta Buenos Aires invernal, el calor quemante de aquellos días, hace ya muchos años, cuando me topé con las inmensas dimensiones de la Esfinge (veinte metros de largo por cinco de alto) y cuando, con lágrimas, entré en la Gran Pirámide, ese útero cósmico que, de tan conmovedor, no se puede describir con palabras.

Recuerdo que en ese viaje fui a ver a la Esfinge en tres ocasiones. Dos veces de día, por la mañana, y la tercera vez en el espectáculo de sonido y luz, en medio de la noche helada, tapándome con una frazada del hotel, en esa inmensidad vigilada sólo por las estrellas, cuando los colores rojo y azul envolvían su cuerpo como –dicen– que se la veía pintada, cuando fue construida, hace más de cinco mil años.

Yo quería, a toda costa, una foto con la Esfinge. Pero por lo visto, no era ése el deseo de su Majestad. Me hicieron ocho o diez tomas al lado de ella, pero ninguna salió. Y me quedó, desde entonces, un interrogante que prosigue hasta hoy: ¿por qué no pude obtener una imagen junto al coloso quimérico al cual tanto admiraba?

Y aquel día, al igual que ahora, pensé que había algo muy misterioso en esa Esfinge de piedra, algo inexpugnable. Que las galerías subterráneas donde Edgar Cayce sostenía que se ocultaba un archivo (nunca hallado), quizás existan. Que la Esfinge en sí era un enigma. Y entonces, apareció en mi memoria la mítica historia donde la Esfinge alada , de ascendencia divina, hija del rey Layo, conocía un gran secreto y lo formulaba con una pregunta. Al morir el rey –contaba la leyenda– , ese secreto sólo sería revelado por el hijo apto para ocupar el trono de su padre. A los que se presentaron ante la Esfinge y no supieran responder la pregunta, ésta los hacía perecer. Edipo tuvo un sueño gracias al cual fue el único que supo contestar el acertijo de la Esfinge, convirtiéndose así en el nuevo rey de Tebas.

Esa adivinanza fue relatada por varios historiadores y escritores, desde Higinio hasta Aristófanes, y, en el siglo pasado, por Robert Graves en sus Mitos griegos. La pregunta de la Esfinge era:

¿Qué animal anda en cuatro patas por la mañana, en dos patas al mediodía y en tres durante la noche?

Edipo acertó al responder: Ese animal es el hombre. Porque en el amanecer de su vida anda gateando, en la mitad de su existencia camina sobre sus dos piernas y en el ocaso debe usar una tercera pierna, el bastón.

Hay versiones disímiles, según los autores, de lo que pasó cuando la Esfinge escuchó la respuesta correcta. La más difundida asegura que, vencida, se fugó espantada hacia el desierto y allí quedó petrificada, en el lugar exacto donde hoy la podemos ver.

El acertijo de la Esfinge es una metáfora que lleva a reflexionar sobre la importancia de aprovechar la vida cuando estamos en la plenitud de nuestra madurez, caminando sobre nuestras dos piernas y pudiendo realizar lo que, como bebés o ancianos, nos era o nos será imposible.

La Esfinge es, además, como la existencia misma. Un monstruo temible en algún momento, una diosa bella y todopoderosa en otros, y un misterio sin fin siempre.

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